Guillermo Rosales vivió intensamente
Las palabras
que siguen fueron pronunciadas por el sacerdote episcopal y fiscal César Mercado en la ocasión del segundo aniversario de
la muerte de Guillermo (2003) en una misa en la Catedral Episcopal San Juan Bautista en Santurce.
Guillermo Rosales
Mejía nació el 25 de junio 1927 en San Pedro Sula, Honduras, Centroamérica. A
la edad de 4 años, perdió su mamá en un incendio en que el salió lesionado. Pensó que Dios le había salvado la vida por algo.
Fue a México a
estudiar la agronomía y regresó a su país para trabajar en la reforma agraria.
Pero no tardó en
darse cuenta de la corrupción en la política de su país.
“Quería ser
presidente,” confesó una vez. “Pero no pude encontrar hombres honestos para mi gabinete.”
Con su voz privilegiada, Guillermo se hizo locutor
de radio y entrevistó personalidades sobre la agricultura y las inigualdades en los pueblos rurales. Bajo el seudónimo de
El Existencialista, comentó algunas injusticias que observaba en su país.
Harto de la política,
se dedicó al arte, entrando en el teatro de la universidad en Tegucigalpa y actuando en la radio y la televisión de los años
50 y 60 en la capital.
En los años 70,
Guillermo emigró a Nueva York donde trabajó con El Teatro Rodante dirigida por la actriz puertorriqueña Miriam Colón, y aprendió
su profesión con los consagrados puertorriqueños Pablo Cabrera y Iris Martínez entre otros.
Suplementó sus
ingresos de actor trabajando como técnico médico de emergencia, embalsamador, vendedor de helados, y otros menesteres.
Después de casarse
con Peggy en Nueva York, vino a Puerto Rico y trabajó aquí en el teatro, la televisión, la radio y los comerciales. Su cara
fue conocida por todos los noveleros, sobre todo las mujeres y las jovencitas, que lo paraban frecuentemente por la calle.
También manejó
fincas en Toa Alta y Aibonito, y trabajó como periodista y fotógrafo ocasional para Puerto Rico Business y otras publicaciones.
Colaboró mucho
con Peggy y viajaba con ella a todos a todas partes de la isla, España, Italia, México y La República Dominicana. Conoció
a fondo la cultura de Puerto Rico y a sus íconos, sin dejar de colaborar en programas para diseminar la cultura de su propio
país.
Cuando Guillermo
no encontró trabajo en San Juan, volvió a Nueva York pasado los 65 años y mejoró su inglés, estudió menesteres de oficina
y hasta aprendió algo de japonés.
Se interesaba en
todo el mundo y todo el mundo se consideraba su amigo. Era un caballero de los viejos tiempos pero con una visión de la libertad
y la igualdad muy contemporánea. Siempre decía que se sentía parte de esta iglesia porque la gente era tan amable y se preocupaba
por sus miembros.
En el 1993 Guillermo
sobrevivió una bacteria fulminante en los pulmones. Todavía no era su tiempo de irse. Regresó a la isla para lo que era la
época más noble de su vida, sus últimos ocho años. En 1994, cuando Peggy se rompió
la espalda, la acompaño a todas sus operaciones e hizo todo de la casa, lavando, planchando y cuidando a los animales. Cuando
la mamá de Peggy se rompió la cadera tres meses más tarde, Guillermo cuidó a las dos simultáneamente.
Fue en esta época que se dedicó a rescatar gatos en serio.
Todo empezó con una persona en la calle que quería envenenarlos, y el resto es historia. En 1998, co-fundó con Peggy La Fundación
Valentina en honor a su gata símbolo. Como Don Guillermo del libro de Valentina, el cuidó a la gata rescatada con esmero y
ternura, y enseñó a los niños cómo tratar a los animales. Ayudó a curar y encontrar hogar para cientos de gatos y más tarde,
perros también. También sirvió como presidente de su condominio, y trabajaba día y noche para crear un ambiente de paz y salud.
En 1999, cuando
la pareja se mudó a las montañas de Bayamón cerca de Naranjito, Guillermo empezó a rescatar perros que la gente abandonaba
por la PR 167. Los bañaba, los entrenaba, los medicaba, hasta aprendió a dar inyecciones sobre todo para la sarna. No temía
ningún perro y no rechazaba ningún perro no importaba cuán asqueroso.
Cuando se morían
los animales, los enterraba en el patio, siempre invitando a uno o dos compañeros caninos o felinos y poniendo música clásica
en una radio portátil.
Con los gatos Guillermo
exhibía una ternura especial, y a menudo daba bibi a un gatito huérfano cada dos horas de la noche.
Murió en circunstancias
no muy claras, de una caída del techo investigando un acto indebido hecho por un inquilino mal intencionado. Aún a sus 74
años subía allí para proteger su hogar, como había trepado para llevar comida a un gato huyendo a los perros. No tenía miedo
del trabajo ni del peligro.
Esa vez, el tiempo
de Guillermo había llegado, y lo enfrentó con valor. Ahora, está con Dios, y nos queda a nosotros de recordarle con amor y
seguir su ejemplo de comprensión y acción para con los demás. JULY 2006